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Monsalupe: El rincón sereno de Ávila entre lobos y tradiciones

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En el corazón de la provincia de Ávila, donde las últimas laderas de la Sierra de Ávila se funden con las primeras tierras de la Alta Moraña, se alza Monsalupe, un pequeño municipio que parece detenido en el tiempo. Con apenas 59 habitantes según los últimos datos oficiales, este pueblo de tan solo 17,5 kilómetros cuadrados es un refugio de paz y naturaleza, un lugar donde el eco de los lobos que le dieron su nombre —del latín Mons Lupe, "Monte de Lobos"— aún resuena en la memoria colectiva. A 14 kilómetros de la capital provincial y a poco más de una hora de Madrid, Monsalupe ofrece un escape a quienes buscan aire puro, paisajes de encinares y pinares, y la esencia de la Castilla más profunda.

Una iglesia con historia y un pueblo con raíces

El alma de Monsalupe tarde en su Iglesia de San Pablo, un templo del siglo XV que se erige como testigo mudo de los siglos. Construida en una época en que el pueblo se trasladó desde su emplazamiento original —a 1,5 kilómetros, en la zona conocida como La Herrada, abandonada por una invasión de hormigas—, esta iglesia de estilo gótico tardío guarda entre sus muros la historia de una comunidad resiliente. Junto a ella, la Ermita municipal y el Montecillo de Monsalupe completan un patrimonio humilde pero cargado de significado. En sus alrededores, los restos de cal medieval encontrados en excavaciones recientes hablan de tiempos de plagas y supervivencia, mientras que monedas halladas en la antigua necrópolis —hoy en el Museo de Ávila— susurran historias de un pasado remoto.

Una economía sencilla, ligada a la tierra

La vida en Monsalupe se sostiene sobre pilares tradicionales: la agricultura y la ganadería. Los campos que rodean el pueblo, salpicados de trigo, girasol y cebada, son el sustento de una economía modesta pero arraigada. Las ovejas pastan en las laderas, y los mayores aún cultivan hortalizas en pequeños huertos familiares. La matanza, con sus chorizos y salchichones, sigue siendo un ritual que congrega a los vecinos en invierno, mientras que el sonido de las cartas sobre la mesa —mus, tute o brisca— llena las tardes en el bar del pueblo. Aunque la población joven escasea, el verano trae un soplo de vida con la llegada de descendientes desde Madrid, Ávila o incluso Valladolid, que revitalizan las calles durante puentes y festivos.

Fiestas patronales: el latido del verano

Si hay un momento en que Monsalupe se sacude la quietud, es durante sus fiestas patronales en honor a San Pablo, celebradas en pleno estío. Las calles se llenan de bullicio, y el campeonato municipal de calva se convierte en el epicentro de la emoción. Hombres y mujeres, con la precisión de años de práctica, lanzan sus tejos en partidas apasionadas que despiertan vítores y risas. La música de las verbenas resuena entre los cerros, y los paseos vespertinos —una costumbre sagrada cuando el tiempo lo permite— tejen lazos entre vecinos y visitantes. Estas fiestas, junto a la Semana Santa y otros encuentros estivales, son el alma de un pueblo que, pese a su tamaño, se niega a olvidar sus tradiciones.

Un refugio entre lobos y encinas

Monsalupe no es solo un punto en el mapa; es un estado de ánimo. Sus Molinillos del Cerro de Costa Morena, rodeados de pinos y encinas, invitan al descanso, mientras el arroyo que atraviesa el valle susurra promesas de serenidad. Aquí, donde los celtas vetones dejaron su huella antes de la llegada de los romanos, el tiempo parece correr más despacio. Con una alcaldesa como María Isabel Arribas Herráez al frente, el municipio mantiene su esencia rural intacta, ofreciendo a quien lo visita un pedazo de la Castilla eterna: austera, silenciosa y profundamente hermosa. En Monsalupe, el Monte de Lobos sigue siendo un lugar donde la naturaleza y la tradición caminan de la mano.

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