Después de vivir unos días agitados y convulsos como consecuencia de los resultados electorales andaluces, pensé que nuestro encuentro iba a ser sosegado porque encontré a mi viejo marino tranquilo, relajado y sonriente.
Estábamos con el café cuando vimos aparecer a nuestra amiga, la joven profesora que nos acompaña en ocasiones, con una tarjeta de minusválidos en la mano, expedida por su Ayuntamiento. Mientras se sentaba nos informó:
― Acabo de recoger esta tarjeta de minusválidos para mi pariente y vengo sorprendida e indignada.
Entendí que se había acabado la calma, pero no me pude resistir, y le pedí que nos contase, porque no acababa de entender su malhumor ya que se trata de un trámite sencillo y muy regulado. Puso cara de enfado, algo teatral y soltó:
― Es fácil, mi fastidio es porque esta tarjeta que autoriza a un minusválido para aparcar en los sitios especiales reservados; derecho que está reconocido en todo el territorio de la UE, y que existe en la legislación nacional y autonómica, aunque en algunos ayuntamientos ponen restricciones e interpretaciones a la ley.
No acababa de entender y me aclaró:
― Por ejemplo, en mi ayuntamiento, a pesar de que la legislación autonómica dice que esta es una tarjeta personal y que es válida si el titular va en el coche, aunque conduzca otra persona; pues en mi ayuntamiento no es así. Es obligatorio ser titular del vehículo, tener el seguro a tu nombre y no puede ese minusválido conducir otro vehículo.
No acababa de entender y le hice una pregunta:
― Entonces un minusválido, con su coche averiado, coge otro cualquiera, ¿ya no tiene validez? Eso no parece lógico, cuando se trata de una tarjeta personal, aunque intransferible, pero que esa persona puede utilizar en cualquier vehículo que esté adaptado y adecuado a su minusvalía.
Me contestó:
― Si, eso es lo lógico; pero en mi ayuntamiento le conceden la tarjeta al vehículo, no a la persona; y ese vehículo no puede estar al nombre del cónyuge, familiar u otra persona.
Ahí fue cuando vi la cara de mi viejo marino, seguro que aprovechaba la ocasión para opinar que la burocracia era perniciosa y algunas veces muy injusta. Fue cuando dijo:
― Detrás de eso, seguro que debe haber afán recaudatorio: zonas azules, multas… Esas mismas autoridades que se les llena la boca de la protección a los disminuidos, no tienen empacho en ponerles trabas.
Intervine para comentar que tendría que haber una razón más profunda que no alcanzamos a entender. En mal momento dije eso, porque dio pie a que siguiese por otro derrotero.
― Hay que cambiar la mentalidad de la Administración. Deben empezar a gestionar dando de lado la burocracia. Aunque si escuchas sus soflamas nos hablan de modernización, de planes estratégicos, pero siguen anclados en el pasado, con la «visera y los manguitos».
Nuestra peligrosa amiga, con sorna, añadió:
― ¡Más el sello y las fotocopias!
El marino asintió y agregó burlonamente:
― Sin olvidar rellenar el impreso 635. Los ordenadores no sirven para simplificar, no sirven para agilizar, solo sirven para controlar. ¡Cada día nos restringen nuestros márgenes de libertad!
Aquello estaba derivando en una reivindicación, pero no tuve menos que reflexionar que, los políticos se centran mucho en querer vender grandes proyectos, grandes temas. Todo aquello que consideran que les van a reportar votos y se olvidan de que, en la vida de esos votantes, en su día a día, también necesitan y valoran otras muchas cosas.
La simplificación, la agilidad, la solución rápida de pequeñas cosas, reinventar el tráfico administrativo y crear nuevos modelos de gestión de las administraciones es el verdadero termómetro que marca la salud de un sistema.
Esas pequeñas gestiones, esas tasas indebidas o excesivas a las que se ven obligados los usuarios y que no se valoran, que se consideran inevitables, que se creen que pasan desapercibidas, a veces, también están en las urnas.
Ensimismado en mis reflexiones, escuché, en tono grandilocuente, a mi viejo amigo:
― Mis queridos amigos, vivimos en un país lleno de leyes. Este es nuestro mal endémico. Legislamos tanto, que las propias administraciones incumplen esas leyes. Además, tanta legislación contribuye a que se puedan hacer múltiples interpretaciones de las leyes hasta crear inseguridad jurídica.
Nuestra joven profesora, con gran soltura, vino al auxilio de mi marino y añadió:
― Tácito, el historiador, senador, cónsul y gobernador romano ya lo sentenció cuando dijo: «Muchas son las leyes en un estado corrompido». Han pasado casi 1.900 años y todo sigue igual. ¡No aprendemos nada!
Veía que habíamos entrado en una deriva imposible. Levanté la tarjeta de la mesa y dije:
― ¡Tiempo, tarjeta roja, expulsados!
De repente se calmaron, se rieron y exclamaron, casi al unísono:
― ¡Y que sabemos nosotros, aquí en la aldea!