«¡Váyase al infierno!», le espetó Santiago Carrillo a Luis del Olmo cuando éste se refirió a su papel en Paracuellos.
Consejero de Orden Público, el 6 de noviembre de 1936, y secretario general del PCE, la sombra de aquellos asesinatos sigue planeando sobre Carrillo.
Aunque la autorización, organización y aplicación implicaba a más gente, «tampoco hay que pensar que él estuviera eximido de responsabilidades... Hay pruebas de peso que, aparte de ser confirmadas parcialmente por algunas de sus propias declaraciones, dejan claro que estuvo totalmente involucrado».
La afirmación es de un historiador tan poco sospechoso de veleidades derechistas como Paul Preston en «Las matanzas de Paracuellos», reconstrucción minuciosa de aquel macabro episodio que acaba de ver la luz en «Ebre 38» (Llibres de Matrícula).
Como explica Sergi Doria en ABC, se trata de una revista sobre la guerra civil de tendencia republicana, codirigida por Pelai Pagès y M. Carmen Rojo Ariza, profesores del departamento de Didáctica y Patrimonio de la Universidad de Barcelona.
Al espanto de la retaguardia durante la Guerra Civil viaja el hispanista Paul Preston (Liverpool, 1946) en su nuevo libro, El holocausto español (Debate).
Carrillo, tertuliano habitual ahora en la Cadena SER y santón progre que se permite dar lecciones de democracia, fue uno de los de los numerosos depravados con poder que entre 1936 y 1939 contribuyeron a que ocurriese algo salvaje: las víctimas causadas lejos del frente (200.000) casi se equipararon con las bajas del campo de batalla (300.000).
Escribe Tereixa Constela en El País, a propósito del úlimo libro de Presto, que la crueldad hermanó a individuos enfrentados, pero no igualó los acontecimientos. Ni por alcance, ni por duración.
El alcance: por cada muerto en zona republicana (casi 50.000) se registraron tres en la franquista (entre 130.000 y 150.000).
La duración: los crímenes rojos se concentraron en los primeros cinco meses de la guerra, hasta que el Gobierno se rehizo y recobró las riendas, mientras que el terror franquista siguió hasta el final y se adentró en la posguerra.
Preston describe la escena que presenció en Navalcarnero el periodista John T. Whitaker, que acompañaba a los rebeldes, junto a El Mizzian, el único oficial marroquí del ejército franquista, ante el que conducen a dos jóvenes que aún no habían cumplido 20 años. Una era afiliada sindical. La otra se declaró apolítica.
Tras interrogarlas, El Mizzian las llevó a una escuela donde descansaban unos 40 soldados moros, que estallaron en alaridos al verlas.
Cuando Whitaker protestó, El Mizzian le respondió con una sonrisa:
‹ "No vivirán más de cuatro horas". ›
El periodista John T. Whitaker escribió sobre algunos de los episodios más salvajes del avance rebelde: la matanza de 200 heridos indefensos en un hospital de Toledo o la masacre de la plaza de toros de Badajoz.
Preston recupera la respuesta del general Yagüe a Whitaker, que dio la vuelta al mundo:
‹ "Claro que los fusilamos. ¿Qué se esperaba usted? ¿Cómo iba a llevarme a 4.000 rojos, cuando mi columna avanzaba contrarreloj? ¿O habría debido dejarlos en libertad para que volvieran a convertir Badajoz en una capital roja?". ›
Al otro lado: Paracuellos. Las conclusiones de Paul Preston no gustarán a Santiago Carrillo.
"Decir que no tiene nada que ver es tan absurdo como declararle el único responsable", resume el hispanista en Londres.
Tras un denso capítulo dedicado a las sacas de prisioneros militares para ser ejecutados mientras las tropas de Franco asediaban un Madrid rebosante de ira contra el enemigo, el historiador concluye que Carrillo estuvo "plenamente implicado" en la decisión y la organización de las ejecuciones, a pesar de sus desmentidos.
En sus memorias, Carrillo asegura que se limitó a ordenar la evacuación de presos para evitar que se perdiese Madrid (los rebeldes habían llegado a la Ciudad Universitaria) y que el convoy fue asaltado. El odio a los militares hizo el resto.
Pero los grandes perseguidos en la zona republicana fueron los curas.
"Vestir sotana era suficiente para acabar ante un piquete en alguna tapia o cuneta", escribe José Luis Ledesma en Violencia roja y azul (Crítica). Casi 6.800 religiosos fueron asesinados, a los que se sumaron un sinfín de ataques contra templos y conventos, que fueron incendiados y profanados.
"Las iglesias eran saqueadas en todas partes y como la cosa más natural del mundo, puesto que se daba por supuesto que la Iglesia española formaba parte del tinglado capitalista", escribió George Orwell, tras su experiencia como combatiente en las filas del POUM.
En Homenaje a Cataluña (1938) relata que durante sus seis meses de estancia en la zona de España donde también se ponía en pie una revolución solo vio dos iglesias intactas. Los clérigos sufrieron a veces torturas, amputaciones y agonías feroces.
Para medir el impacto de esta persecución, el historiador Stanley G. Payne recurre a una comparación:
"La fase jacobina de la Revolución Francesa acabó con la vida de 2.000 sacerdotes, menos de un tercio del número de asesinados en España".