Aparte de su mujer y sus hijos, montones de vecinos acudieron a la ceremonia donde se les dice adiós a los que quieres, a los que estimas, a los que echarás de menos en el futuro. Porque a Mariano, el relojero de Pechina, se le echará mucho de menos. Para mí era, aparte de amigo, el ángel que aparecía por El Moreal cuando lo necesitaba. Ni siquiera tenía que llamarlo. Siempre estaba cerca para acompañarme en los años de plomo. Nos sentábamos en la pérgola y comentábamos los sinsabores que a veces te flagelan sin que lo merezcas.
No, Mariano no era un político por los que muchos babean unas palmaditas. Era, lo sigue siendo donde esté, pequeño. Fuerte. Constante. Amigo de sus amigos y que sólo vivía, trabajaba, para beneficio de su familia. Aparecía en su ciclomotor cuando lo necesitabas y se marchaba en silencio cuando era la hora. El viernes, de madrugada, le llegó esa hora y sólo espero que siga ayudando desde donde esté. Porque eso es lo que hizo toda la vida. Ayudarnos. Acompañarnos. Podar nuestros árboles. Plantar nuevas cepas. Estar cuando lo necesitabas y desaparecer cuando no era necesario.
Se merece algo más que una misa aburrida donde un sacerdote relee, mecánicamente, algunos pasajes bíblicos y dice siempre lo mismo, sin énfasis, sin recordar los buenos momentos de Mariano, que tenía muchos. Hacía muchos, muchísimos años, que no entraba en un templo católico. Ahora entiendo por qué cada vez la Iglesia tiene menos fieles. Cuando hay que despedir a un amigo, no basta abrir las puertas del templo para que familia y amigos estén juntos. Falta algo, quizá eso que los evangelistas y otras sectas sí ofrecen. Calor, cercanía, y sobre todo, hablarle al que se ha marchado para que se recuerde siempre que su pasado por la tierra sirvió. Como me sirvió a mi. Como sirvió a muchos que seguro ahora están tristes porque la motillo de Mariano ya no aparecerá cuando lo necesitas.