A 22 kilómetros de la imponente Ávila, en el corazón de la comarca de La Moraña, se encuentra El Oso, un municipio que parece detenido en el tiempo, con sus casas de adobe y ladrillo desperdigadas entre campos de cereal y lagunas que susurran historias de antaño. Este rincón de Castilla y León, bañado por la quietud de la provincia, no solo debe su nombre a una curiosa confusión histórica, sino que guarda en sus calles y en su gente un carácter tan resistente como el granito que sostiene su iglesia. Con poco más de un centenar de habitantes y una economía anclada en la tierra, El Oso es un retrato vivo de la España rural, donde las fiestas patronales despiertan el alma del pueblo y lo conectan con sus raíces más profundas.
Un puñado de vecinos y un pasado singular
En marzo de 2025, El Oso alberga a 136 habitantes, un número que refleja la lucha contra la despoblación que marca a tantos pueblos de la región. Aquí, entre hombres y mujeres que rondan una media de edad avanzada, la vida transcurre con la calma de quien conoce cada rincón de su tierra. Su nombre, lejos de evocar al animal que sugiere, tiene origen en un equívoco: un verraco vetón, esa escultura zoomorfa de granito típica de la cultura celtíbera, fue confundido por los lugareños con un oso. Hoy, esa figura reposa frente a la iglesia como un guardián silencioso, mientras Sergio López García, el alcalde del Partido Popular que rige desde el modesto Ayuntamiento, trabaja por mantener viva la esencia de este lugar.
La iglesia de San Pedro: granito y devoción
En el centro del pueblo, la Iglesia de San Pedro Apóstol se alza como un faro de sillar gris, desafiando la uniformidad del ladrillo que predomina en La Moraña. Construida con robustez y sencillez, sus tres naves cubiertas por artesonados de madera invitan a detenerse en un interior que respira historia. La espadaña, única concesión al ladrillo, corona el edificio con un campanario que aún marca las horas y los eventos del pueblo. Para María Teresa Sánchez, una vecina que ha visto pasar décadas frente a sus puertas, este templo es más que piedra: "Aquí se bautizan, se casan y se despiden los nuestros; es el alma de El Oso". A un kilómetro del casco urbano, las lagunas salobres, declaradas Reserva Ornitológica, añaden un contrapunto natural, atrayendo a observadores de aves que buscan grullas, ánades o el vuelo ocasional de un buitre.
Una economía de raíces agrícolas
La vida económica de El Oso está tejida con los hilos de la agricultura. Los campos que rodean el municipio, sembrados de trigo, cebada y centeno, son el sustento de una comunidad que ha aprendido a depender de la tierra y del clima caprichoso de Castilla. Aunque los pinares cercanos y el yacimiento de agua potable Fontedoso aportan algo de diversidad, la falta de industria y las oportunidades limitadas han llevado a muchos jóvenes a buscar horizontes en Ávila, Madrid o más allá. Juan Pérez, un agricultor local, lo resume con claridad: "Aquí se trabaja duro, pero la tierra no siempre devuelve lo que le das". Pese a ello, la tenacidad de sus habitantes mantiene a flote este pueblo, que se resiste a convertirse en un mero recuerdo.
Fiestas patronales: el latido del pueblo
Cuando llega agosto, El Oso se transforma. Las fiestas en honor a San Pedro Apóstol llenan las calles de música, color y reencuentros. Organizadas por el Ayuntamiento y un puñado de voluntarios liderados por figuras como Ana Gómez, estas celebraciones comienzan con una misa solemne en la iglesia, seguida de procesiones donde la imagen del santo recorre el pueblo entre cánticos y pétalos. Las verbenas, los juegos tradicionales y las comidas comunales —con el cordero asado como protagonista— reúnen a vecinos y emigrados que regresan para honrar sus raíces. En mayo, la devoción al Cristo de la Humildad trae otra cita ineludible, más íntima pero igualmente sentida, con novenas y actos que refuerzan el tejido social de la comunidad. "Es cuando el pueblo se siente vivo", asegura Ana, mientras ajusta los detalles de la próxima festividad.
Un futuro entre la nostalgia y la esperanza
El Oso no es ajeno a los retos de la modernidad. Con Sergio López García al frente, el municipio busca equilibrar la preservación de su legado con la necesidad de adaptarse a un mundo que avanza rápido. Las lagunas, el verraco y la iglesia son sus cartas de presentación, pero también sus anclas. En este lugar donde un toro de piedra se convirtió en oso por la imaginación popular, la vida sigue fluyendo con la misma paciencia que el agua de sus lagunas. El Oso no promete grandezas, pero ofrece algo más valioso: la autenticidad de un pueblo que, contra viento y marea, sigue en pie.