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San García de Ingelmos: Un susurro de vida en la meseta castellana

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En las tierras altas de la provincia de Ávila, donde la Sierra de Ávila y la Moraña se dan la mano, se encuentra San García de Ingelmos, un municipio que parece resistir el embate del tiempo con la misma firmeza que las piedras de sus casas. Este rincón de Castilla y León, elevado a más de mil metros sobre el nivel del mar, es un retrato vivo de la España rural: silencioso, austero y cargado de una historia que se respira en cada esquina. A apenas 45 kilómetros de la capital abulense, este pueblo es un refugio de tranquilidad, pero también un testigo de los desafíos que enfrenta el interior peninsular.

Un puñado de almas en un vasto paisaje

La población de San García de Ingelmos es un reflejo del éxodo que ha vaciado los pueblos de Castilla. Hoy, sus calles albergan a unos 70 habitantes, una cifra que varía ligeramente según el año y las temporadas. En invierno, el frío y la soledad se adueñan del lugar, mientras que en verano regresan algunos hijos pródigos, como María o Juan, que vuelven a abrir las casas de sus abuelos. La mayoría de los vecinos supera los 60 años, y los nombres de siempre —Antonio, Carmen, José— resuenan en las conversaciones junto al rumor del río Navazamplón, que cruza el término municipal. Es un pueblo pequeño, pero sus gentes llevan en su carácter la fortaleza de quienes se niegan a abandonar sus raíces.

La iglesia de San Fabián y San Sebastián: centinela de piedra

El alma de San García de Ingelmos tarde en su Iglesia de San Fabián y San Sebastián, una joya arquitectónica que mezcla la rudeza serrana con la elegancia morañega. Construida con sillar de granito, su fachada exterior evoca la sobriedad de las tierras altas, mientras que el interior sorprende con un artesonado de madera que recuerda las tradiciones del norte de Ávila. Rodeada por una cerca rústica, la iglesia se yergue como un faro en el centro del pueblo, con su campanario anunciando las horas y los días señalados.

En su interior, las imágenes de San Fabián y San Sebastián, patronos del municipio, son veneradas con devoción. Don Luis, el cura que recorre varios pueblos de la comarca, llega puntualmente para oficiar la misa dominical, un ritual que reúne a los fieles en torno a este templo que es más que un edificio: es el custodio de la identidad local. Las campanas, aunque desgastadas por los años, siguen sonando con fuerza, como si quisieran recordar al mundo que este lugar aún existe.

Una economía de supervivencia

La economía de San García de Ingelmos es tan frágil como sus habitantes son resilientes. La agricultura y la ganadería, antaño el sustento de cientos de familias, hoy apenas mantienen con vida al pueblo. Los campos de cereal —trigo y cebada principalmente— se extienden en el horizonte, trabajados por manos como las de Pedro, un agricultor que conoce cada surco de su tierra. Sin embargo, la falta de jóvenes y la competencia de la industria moderna han reducido estas labores a un esfuerzo casi testimonial.

La ganadería, con pequeños rebaños de ovejas al cuidado de vecinos como Isabel, complementa los ingresos, pero no alcanza para más que la subsistencia. El turismo, que en otras zonas de Ávila florece con casas rurales y rutas naturales, aquí es una quimera lejana. Las infraestructuras son mínimas, y el pueblo carece de atractivos comerciales que puedan atraer visitantes. San García de Ingelmos vive de lo esencial, con una economía que parece aferrarse al pasado mientras el futuro se desvanece en el horizonte.

Las fiestas de San Fabián y San Sebastián: un destello de celebración

En medio de la quietud, las fiestas patronales de San Fabián y San Sebastián irrumpen cada 20 de enero como un canto a la vida. Aunque la celebración no tiene la pompa de otros tiempos, cuando el pueblo rebosaba de vecinos, sigue siendo el momento cumbre del año. La jornada comienza con una misa solemne en la iglesia, presidida por Don Luis, seguida de una procesión en la que las imágenes de los santos recorren las calles sobre los hombros de Miguel y otros voluntarios.

Tras el acto religioso, el ambiente se anima con un vermú preparado por Teresa, que reúne a los vecinos en la plaza. La comida, a base de guisos tradicionales como los que cocina Rosa, da paso a una tarde de charlas y, si el tiempo lo permite, algún baile improvisado al son de un altavoz. No hay grandes orquestas ni ferias, pero la sencillez de estas fiestas tiene un sabor auténtico, un eco de tiempos mejores que los habitantes se niegan a olvidar. En verano, algunos añaden una pequeña verbena en honor a los santos, un guiño a los que regresan y mantienen viva la tradición.

Un pueblo en la encrucijada

San García de Ingelmos es un microcosmos de la España rural: un lugar donde la historia pesa más que el presente, y donde la lucha por no desaparecer se libra en cada amanecer. Su iglesia, sus habitantes, su economía al límite y sus fiestas son hilos de un tejido que se deshace lentamente. Mientras el viento recorre sus campos y el río Navazamplón sigue su curso, este municipio abulense se mantiene en pie, callado pero tenaz, como un guardián de una forma de vida que se extingue. Quizás algún día alguien vuelva para escribir un nuevo capítulo en su historia; por ahora, sigue siendo un susurro en la vasta meseta castellana.

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