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El Río Adaja: El Silencioso Guardián de Ávila

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En el corazón de Castilla y León, donde las murallas medievales de Ávila se alzan como un desafío al tiempo, discurre el río Adaja, un cauce discreto pero vital que abraza la ciudad con la sutileza de un viejo amigo. No es un río de grandilocuentes torrentes ni de rugidos estruendosos, sino un compañero sereno que ha moldeado el paisaje y la historia de esta urbe elevada, la más alta de España, con su curso pausado pero firme. A su paso por la capital abulense, el Adaja no solo dibuja un escenario de belleza natural, sino que se erige como testigo de siglos de vida, desde las huellas vetonas hasta las crecidas que, en días de furia, han puesto a prueba la resiliencia de sus habitantes.

El Adaja llega a Ávila tras recorrer el valle de Amblés, una depresión tectónica flanqueada por la sierra de la Paramera al sur y la sierra de Ávila al norte. Su entrada a la ciudad es casi tímida, como si respetara la imponencia de las murallas que custodian el casco histórico. A su paso, bordea el lienzo oeste de esta fortaleza de piedra, rozando el Puente Romano, una estructura medieval que, aunque reconstruida, conserva el eco de los primeros pasos romanos sobre sus arcos. Este puente, apoyado en pilares de sillares reutilizados, es un símbolo de la conexión entre el río y la ciudad, un nexo que ha permitido a Ávila abrirse al mundo sin perder su esencia amurallada.

Más allá del puente, el Adaja se encuentra con el Río Chico, un afluente que desemboca cerca de la Plaza de Toros, en el sur de la ciudad. Este encuentro no siempre es apacible: las crecidas del Chico, alimentadas por las lluvias torrenciales o el deshielo de las sierras cercanas, han desbordado en más de una ocasión las riberas del Adaja, transformando calles como la Avenida Juan Pablo II o la calle Obispo Acuña en improvisados canales. En marzo de 2025, por ejemplo, el río mostró su cara más indomable, anegando garajes, negocios y hogares, y dejando tras de sí una estela de lodo que los vecinos enfrentaron con impotencia y solidaridad. Sin embargo, estos episodios no definen al Adaja, sino que subrayan su papel como fuerza viva, un recordatorio de que la naturaleza, incluso en su calma, guarda un poder impredecible.

A medida que el río abandona el núcleo urbano, su curso se encaja en los granitos de la sierra de Ávila, dejando atrás el bullicio para adentrarse en un paisaje más salvaje. Antes de despedirse, pasa junto al embalse de Fuentes Claras, una pequeña presa que remansa sus aguas para el recreo y el abastecimiento de la ciudad. Desde allí, el Adaja sigue su camino hacia el norte, rumbo al Duero, llevando consigo las historias de Ávila y los susurros de sus gentes. En su trayecto, el río no solo atraviesa la geografía, sino que teje un vínculo con la fauna y la flora que lo rodean: cigüeñas blancas, garzas y martines pescadores encuentran refugio en sus riberas, declaradas Lugar de Interés Comunitario por su valor ecológico.

El Adaja no es solo un río; es un personaje más en la narrativa de Ávila. Ha visto crecer a la ciudad desde los asentamientos vetones de Ulaca y Las Cogotas, ha acompañado a Santa Teresa en sus pasos místicos y ha desafiado a los abulenses con sus crecidas. Su presencia, discreta pero constante, es un hilo conductor entre el pasado y el presente, un guardián silencioso que, sin alzar la voz, reclama su lugar en la identidad de esta tierra castellana. Mientras las murallas de Ávila se yerguen orgullosas, el Adaja fluye humilde a sus pies, recordándonos que incluso en la quietud hay una fuerza que no se doblega.

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