Mi buen marino siempre necesita dar un largo sorbo a su café antes de iniciar su cháchara, siempre lúcida y punzante.
Pasado ese trámite del café me espetó:
- ¿Crees que vivimos como en Ruanda?
Me temí que era una pregunta trampa y le contesté que, obviamente, de ninguna manera. Le repliqué que había muchos indicativos económicos y sociales, que confirman de forma objetiva que en los últimos 30 años hemos mejorado nuestro nivel de vida.
Su sardónica sonrisa, además de hacerme ver que había lanzado una pregunta-trampa me hizo prever que, aquello iba a ir por otros derroteros.
- No me vayas a soltar lo del PIB, porque el índice de riqueza no tiene que ser especialmente un indicador adecuado, pues eso no garantiza que sea una riqueza debidamente distribuida.
El comentario me dejó perplejo, mi marino era economista. No pude más que sonreírme y responderle seriamente y comentarle que efectivamente, desde hace unos años diferentes organismos trabajan con otros índices, y en concreto la OCDE desde 2011 utiliza un marco estadístico para analizar el bienestar social de un país junto con otros indicadores para intentar medir lo que llaman la “felicidad colectiva”.
También añadí que, en nuestro país tenemos datos objetivos que se pueden palpar, como son unas buenas infraestructuras, que vivimos en un país que cuenta con uno de los índices más altos del mundo en expectativa de vida, entre otras cosas porque tenemos una buena sanidad pública, un alto porcentaje de titulados universitarios y así unas cuantas cosas más.
Hechos objetivos e indiscutibles. Realmente hay cosas que son mejorables, que no se debe, ni permitir a quienes no gobiernan que se duerman en los laureles.
No, No vivimos ni en Ruanda, ni en Venezuela.
A partir de ahí vi que iba a decirme lo que realmente pensaba y me confirmó que estaba de acuerdo conmigo, pero siguió con otra pregunta:
- ¿Entonces cómo interpretas que determinados sectores, desde determinados grupos se empeñan en vender y dar una visión catastrofista de nuestra realidad? Parece como si todos esos avances que se han venido sucediendo no existiesen, porque para avanzar, cambiar, mejorar se necesita vender una visión tan apocalíptica que realmente solo añade dolor y desconfianza.
Pensé, y le dije que podría ser debido a que las sociedades evolucionan, las nuevas generaciones desconocen el esfuerzo y la realidad de algunos temas pasados. Que muchas veces no se hacen diagnósticos objetivos, sino emocionales, basados en instintos primarios, pero sin objetividad ninguna que son hábilmente utilizados por intereses políticos populistas, cuyos mensajes se dirigen a los instintos más primarios y no a la razón.
Mi amigo me preguntó:
- ¿Cuál es el placer masoquista de vender esa imagen tan trágica y querer acabar con todos los logros que se han conseguido? ¿Por qué hay tanta gente que se crea esas patrañas y los acompañan? Me insistió.
No supe responderle con precisión. Solo se me ocurrió que en todas las generaciones siempre surgen personas descontentas que pretenden revolucionarlo todo, que no se sienten identificados con el momento que viven o la situación que les rodea.
Para ello siempre aportan recetas, que aparte de querer romper con todo lo construido, suelen ser planteamientos muy trasnochados, y que no resisten el más mínimo análisis objetivo. Son propuestas y planteamientos ideológicos ya suficientemente contrastados y fracasados en todos los países que se han implantado, y que al final han padecido la población.
Es el placer de destruirlo todo para repetir, una y otra vez, los mismos errores, quizás con la esperanza que en está ocasión obtengan otros resultados, porque igual creen que son los alquimistas que van a dar con la piedra filosofal.
Apuró su taza de café, me miró fijamente, se sonrió con sorna y me espetó:
- Querido amigo, por todo lo que me has dicho, la única conclusión es que hay mucha gente que debe sentir un especial placer al pegarse un tiro en el pie.