Cuando llegué al café encontré a mi viejo marino leyendo el periódico. Me señaló una crónica y me comentó…
― Mira esta noticia (que no tiene nada de noticioso), pero que me molesta, hace que me sienta preocupado y que no acabe de entender muchas de las cosas que vienen ocurriendo en estos momentos que estamos viviendo.
Se trataba de un suceso habitual: se había atrapado a un delincuente tras cometer varios delitos. Una vez en comisaría vieron que ya contaba con antecedentes penales y que pesaba sobre él una orden de expulsión del país.
Nada que no hayamos visto y leído anteriormente ―incluso ya con cierta asiduidad―, un pequeño capítulo más de algo que empezó hace tiempo a ser frecuente.
Es evidente que estamos en un tema controvertido ―todo aquello que afecta a inmigrantes tiene mucha repercusión social―, estamos ante un tema fronterizo por el que se puede llegar a una posición muy extremista; pero también estamos ante un problema que socialmente es muy difícil de abordar porque se corre el riesgo de ser tachado de xenófobo, racista y muchas cosas más.
Aunque se disimule, existe un sentimiento en muchos sectores ―bastante más generalizado que el que se manifiesta públicamente― de que estamos ante un problema que se debe afrontar con crudeza y realismo; pero hay miedo y una especie de presión social ejercida por algunos colectivos que obliga a callar y mirar hacia otro lado.
Muchas veces (si miramos con una visión global) pensamos que no se debe agrandar la dimensión y el peso de esos delitos ―algunos de ellos carecen de gravedad―, y que por ello no debemos demonizar a ciertos colectivos. Hasta ese punto, nada habría que reprochar; pero por mucha consideración, por mucha solidaridad que nos produzcan ciertos colectivos, el cumplimiento y el rigor de la ley debe aplicarse.
Mi viejo marino retomó la conversación para decir:
―Además en todo este entramado de problemas (aunque nos empeñemos en dulcificarlo) por debajo subyacen otros problemas que se van a ir acrecentando con el tiempo y que no nos atrevemos a decir, ni abordar.
Lo cierto es que hay momentos en los que ―aunque se corra el riesgo de ser acusado de muchas cosas desagradables― se deben afrontar los problemas con realismo, con sentido práctico y buscar soluciones, poner límites, aunque eso conlleve críticas. El cortoplacismo y el populismo no es recomendable para realizar una función de estado. Y en los últimos tiempos andamos sobrados de políticos y escasos de estadistas.
Mi amigo prosiguió:
―Estamos viviendo un momento en el que se deben defender algunos de nuestros principios, nuestra cultura, nuestras creencias y nuestro estilo de vida. Sin complejos, sin limitaciones, sin permitir que se antepongan, que se imponga o se restrinjan en aras a una supuesta integración. Integración que está demostrado, en algunas etnias, no solo no se producen, sino que se agravan con el tiempo.
Un sorbo más de café y mi marino prosiguió:
―Otras creencias diferentes a las de cada uno, nos deben merecer el mayor de los respetos, pero no a costa de las nuestras y aquellos que se incorporan a nuestra sociedad deben hacer un esfuerzo de integración, igual que hicimos nosotros cuando fuimos emigrantes.
Estábamos llegando a un punto muy controvertible, posiblemente a un punto de no retorno; aunque eso no limitó la audacia de mi amigo para continuar:
―Cuando se confunde el rigor y la firmeza, con persecución; cuando las leyes son interpretables o difícilmente ejecutables; cuando se carecen de los medios para hacerlas cumplir nos encontramos ante una anomalía democrática. Los ciudadanos se encuentran desprotegidos y ante una perversión importante de la justicia y del estado de derecho ―y prosiguió―, tenemos que sentirnos defendidos y protegidos por el estado.
Después argumentó que se sentía rodeado de una sociedad biempensante que cuenta su desagrado en privado, pero que por muchas circunstancias piensan que su queja no tiene que trascender, tiene que ser interna, que manifestaciones públicas no se corresponde a su condición, intereses o estilo de vida. Ante esa desidia, solo se escucha la voz amplificada de ciertos grupos que, aprovechando esos silencios cobardes, aunque ellos no sean mayoritarios, acaban imponiendo sus criterios al resto.
Levantándose de la mesa, saludando, mi marino dijo:
―En estos momentos hay que tener la valentía de decir aquello que se piensa. Hay que ser valientes. Hay que recordar aquello que dijo Martin Luther King: «No me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los sin ética. Lo que más me preocupa es el silencio de los buenos».
Como siempre, el viejo marino es un hombre de convicciones firmes.
Afortunadamente vivir en la aldea, con el mar enfrente calma el espíritu y seguro que nosotros aquí no alcanzamos a entender todo lo que se lee, se ve y escucha.