Quiero hablar de Multilateralidad entendida como esa situación en la que se adoptan las reglas de la convivencia con la participación y aportación de múltiples sujetos, en más o menos igualdad de jerarquía, los cuales deciden organizarse para vivir en comunidad sin dominaciones claras de uno, o de unos, sobre los otros. Sino sometidos todos a esas leyes y aplicadas por tribunales bien formados e imparciales.
Y ya no puede contemplarse la vida, o en este caso las relaciones políticas, sociales, económicas etc., desde la concepción estricta del dominio absoluto de una visión Unilateral, en estos momentos desde el absolutismo del Estado-Nación. Ni desde la visión fanática de la religión, ideología o concepción del mundo propia. Hablamos de Multilateralidad cuando aceptamos que en el juego de la vida existe varios actores, líderes o protagonistas que no están sometidos en jerarquía y que deben organizarse con unas reglas válidas, por supuesto pactadas –pero que en la práctica les resulten las mejores al aplicarlas- que les incumban a todos. Que además se las dan extraídas de la experiencia o de la pretensión de buscar los mejores equilibrios entre ellos, y que mejor les permita resolver con pactos o con reglas de derecho los inevitables conflictos de la vida.
La vida social se nos presentaba hasta hace bien poco en la historia de la Especie Humana como una serie de dogmas a cumplir por nuestra pertenencia –y posible o no creencia- en una religión determinada. Aun quizá la mayoría de habitantes del planeta viven en esa situación psicológica. Solo en el mundo occidental, y en las zonas colonizadas por este, se acepta que el estado, con sus leyes formales legítimamente adoptadas, pasa a representar ese poder absoluto. Lo mejor que se ha conseguido es vivir en la experiencia de la alianza de varios de esos estados que relativizaban en la práctica la visión unilateral del mundo como si nuestro estado fuese el único válido, justo, razonable o libre. En cualquier de las situaciones anteriores era relativamente fácil: Lo que decía mi religión era lo único válido, lo que regulaba mi estado era lo único justo o razonable. En todo caso la visión era cerrada, dogmática y absolutista.
Hoy, por fortuna, hemos evolucionado y aprendido mucho más y ya sabemos que nos hemos despertado –quizá sin pretenderlo en absoluto- a un mundo nuevo. Es posible que lo provocara la comunicación mundial, las televisiones, teléfonos móviles y sobre todo Internet, pero lo cierto es que vemos, comprobamos, experimentamos, que cualquier ciudadano o creyente de cualquier otro estado o religión o ideología posible es igual que nosotros y no nos queda más remedio que convivir con él. Por ello ya no nos valen ni nuestras creencias –ni por supuesto solo las suyas- ni las leyes de un estado u otro. Solo nos vale que pactemos a nivel planetario, y por encima de estados y formas de creer o pensar, reglas que nos permitan relacionarnos entre todos sin que surjan chispas a cada roce.
Si, ya sé, en lo que nos hemos despertado es en la comunicación global y en la interrelación constante. Unos, los menos, pretenden resolver este arduo problema volviendo al mundo anterior cerrado, con fronteras, y con reglas nacionales que, en función de la fuerza y la presión constante, se las apliquemos al vecino y no tenga más remedio que someterse a las nuestras. A esto le llamamos la vuelta al nacionalismo puro y duro y a la defensa de unas religiones e ideologías frente a otras.
Otros, entre los que me incluyo, decimos que esto solo puede resolverse con mayor –y por supuesto, mejor- Globalización. En ella no defenderemos estado, nación o religión o ideología concreta –sin perjuicio que unas, es obvio, estén más desarrolladas o ajustadas a la llamada realidad que otras- sino unos pactos al nivel planetario, en principio de unos mínimos –que ya existen, tales como transportes internacionales, navegabilidad de los estrechos, regulación de tramos y rutas aéreas, etc.- y que desemboquen en el futuro en una regulación exhaustiva de la vida de los ciudadanos en los espacios públicos sean del estado que sean. Todo lo anterior no podemos resolverlo si no rompemos aquel carácter absoluto y unilateral y pasamos a una visión Multilateral en la que necesariamente deben participar varios actores en más o menos igualdad de jerarquía. A eso le llamaremos –si así le queremos llamar- Multilateralidad.
Queramos o no vamos irremediablemente a esa aplicación Multilateral de las relaciones humanas.
Sobre el autor
Carlos González-Teijón es escritor, sus libros publicados son Luz de Vela, El club del conocimiento, La Guerra de los Dioses, y de reciente aparición El Sistema, de editorial Elisa.